EL RETORNO
(Viaje sin regreso al Colegio Salesiano Don Bosco)
La agonía de un nuevo ciclo escolar empezaba a tomar cuerpo en el ambiente. Ya las fiestas del fin de año se habían diluido en un reloj de arena y el destino se encargaba de darle vuelta con mano inexorable.
Era enero de 1974, una nueva etapa comenzaba también para mí, debía empezar a cursar el ciclo básico y mi viejo dispuso que esta incierta tarea la llevara a cabo en el Colegio Salesiano Don Bosco, situado en la 26 calle de la zona 1, en la antañona capital de Guatemala.
Esto significó un cambio drástico en aquello que estaba yo acostumbrado a hacer y a pensar.
En adelante las apacibles tardes de mi pueblo, tan repletas de claridad y hasta cierto punto estáticas, parecían llegar a su fin.
En adelante las apacibles tardes de mi pueblo, tan repletas de claridad y hasta cierto punto estáticas, parecían llegar a su fin.
Por cuestiones económicas y de seguridad, a pesar que en esos tiempos la delincuencia no representaba mayor peligro y los buses extraurbanos hacia San Juan eran lentos, pero confiables; en la casa decidieron que, por lo menos el primer año, lo debería pasar enterito en la casa de mi abuela, situada en la 35 calle de la zona 8, en la misma Avenida Bolívar, que por ese entonces no era tan transitada como lo es hoy.
Ese día, de mediados de enero, me sentía muy nervioso. Mi viejo me levantó temprano y me apresuraba para que nos fuéramos directo al Colegio Don Bosco, lo cual hicimos muy temprano.
Por algún motivo, mi viejo no quiso que nos trasladáramos en bus urbano, sino que caminaramos la distancia que separaba la casa de mi abuela hacia el colegio.
Mientras caminábamos, iba memorizando los nombres de los negocios que, por esa época destacaban sobre la avenida Bolívar.
Mientras caminábamos, iba memorizando los nombres de los negocios que, por esa época destacaban sobre la avenida Bolívar.
Así, la Mueblería el Sol, el cine Tropical, Fahonda, la Iglesia evangélica Cristo Salva, la Foto Anckermann, la Farmacia Landívar y otros muchos, quedaran grabados en mi memoria para siempre, habida cuenta que, por cinco años desfilarían cotidianamente por mi retina.
Cuando llegamos al colegio, éste lucía desierto, bajamos por la veinte y cinco calle y entramos por una puerta gris que se encontraba abierta. El corazón me latía muy rápido y mis manos sudaban copiosamente…
De repente, la voz ronca de mi viejo me sacó del ensimismamiento que tenía: - Bueno, aquí te dejo, tomá diez len, por si te querés regresar en camioneta, si no, pues te regresás a pie por donde vinimos. Hay tenés cuidado-
Asentí tímidamente con la cabeza y observé, casi en otra dimensión, como mi viejo atravesaba el umbral de la puerta y se marchaba.
Cómo y cuándo llegué allí, lo ignoro; el caso es que de pronto me hallaba sentado en un pupitre en medio de un gran salón al que llamaban el Salón de Estudio y donde otros tantos cientos como yo esperaban, algunos muy inquietos y otros comportándose con cierto dejo de confianza que me molestaba un poco.
De repente, una voz chillona me sacó de mis pensamientos y empezó a cuestionarme de dónde venía, cómo me llamaba, qué edad tenía y todos los particulares que se suelen averiguar en tales circunstancias.
¡Qué pequeño es el mundo!, poco a poco me enteré que el dueño de esa voz chillona era hijo de una antigua novia de un hermano de mi papá y qué conocía muy bien a mi familia. Jamás supe el nombre de mi interlocutor, únicamente me enteré que le decían Perica, un apodo muy bien puesto por cierto.
Recibimos todos las indicaciones dadas por las autoridades del colegio y ya cerca del medio día emprendí mi regreso a casa, a pié como es de suponer, ya que tener diez centavos en esos días era un lujo que no debía desperdiciarse.
A partir de ese momento, el Colegio Salesiano Don Bosco se convirtió en mi tercer hogar y en parte fundamental de mi vida…
Por entonces, la veinte y seis calle era una calle ancha de doble vía que daba de lleno en el atrio del Santuario Expiatorio Nacional El Sagrado Corazón de Jesús y se unía como una bocabarra de cemento con la Avenida Santa Cecilia, una extensa y moderna avenida también con tráfico en doble sentido que se extendía hasta las inmediaciones del Guarda Viejo.
Viniendo por la Avenida Bolívar, al cruzar para dicha veinte y seis calle, uno se topaba con una especie de cafetería llamada El Aguila Mejicana, donde vendían unos helados muy deliciosos por cierto.
Al llegar a la esquina de la Avenida Santa Cecilia se ubicaba una tienda en donde dos mesas de futío se hicieron nuestras compañeras antes de entrar al colegio y, obviamente, también al salir de éste, al medio día, previo al regreso para la jornada vespertina ya que, cabe acotar, en esa época aun no existía la jornada única, como se le llamó posteriormente al hecho de recibir clases sólo por la mañana.
Allí, tras ese portón gris y ancho, el portón donde doña Peluz vendió impertérrita mangos verdes aderezados con sal, limón y pepita; tras ese portón, decía, se forjó una de las épocas más hermosas de mi vida.
El primer curso, que a la sazón cursé en la sección E, transcurrió sin sobresaltos.
Mi carácter era todavía muy reservado y tímido al extremo, por lo que puedo decir que fui un buen estudiante, incluso para ser enviado a otras instituciones, particularmente de señoritas, como el Santa Teresita, en representación del colegio.
Cómo olvidar el 31 de enero, día de nuestro santo patrono, San Juan Bosco, cómo dejar en el tintero la flor de mayo, celebrada el 24 del mismo mes en honor de María Auxiliadora, nuestra santa madre, cómo no evocar los retiros espirituales, ya con el padre Aragón, ya con los padres Rossoni o Benfatto, o las excursiones a los volcanes de Pacaya y Acatenango o los chapuzones en el balneario la Red, camino de la costa sur.
Todavía, ante mis ojos, se desvela el recorrido que aquel grupo de locos adolescentes, con la mochila sobre la espalda, hacíamos por los callejones aledaños al colegio, rumbo al centro comercial de la Zona 4, uno de los primeros centros comerciales que surgieron en la incipiente moderna capital y que se transformó, con el tiempo, en el lugar favorito para ir a matar el tiempo, cosa que hacíamos muy eficientemente, debo señalar.
En ese lugar se ubicó uno de los primeros centros de entretenimiento con juegos electrónicos; jamás supe el nombre del negocio, que quedaba sobre la sexta avenida, en el primer piso del centro comercial y que, coloquialmente, siempre llamamos –las maquinitas-.
El segundo curso básico lo llevé en la sección A, que era la primera clase en el segundo piso del edificio de Secundaria y que daba al pasillo descubierto que comunicaba a nuestro edificio con el de la primaria, dirigida en aquellos tiempos por el padre Ginesta, un apasionado de los acuarios, según recuerdo.
Era costumbre entonces; y lo fue hasta que nos graduamos, que luego del segundo período de clases y antes del primer recreo, tuviéramos la opción de acudir a la Santa Misa o, si el caso lo ameritaba, fuéramos llevados al salón de Estudio, en donde, se suponía, daríamos un repaso a las lecciones de ese día, pero que, la mayoría, utilizaba para ir a terminar las tareas, que por holgazanes, habíamos dejado de lado el día anterior. Esto hizo que con el tiempo, se nos prohibiera escribir durante ese período.
La misa era aprovechada, debo admitirlo, no para satisfacer nuestros deseos sublimes del contacto con la divinidad, sino para echar un pestañazo y recuperarnos un poco de la levantada de madrugada.
Para el observador desde el altar hubiese parecido curioso notar que la mayoría de asistentes a los santos oficios, permanecían inalterables, con los ojos cerrados la mayor parte la misa, muy a pesar del entusiasmo que Amílcar Segovia, condiscípulo nuestro, ponía en el órgano y a las desafinadas que daba el padre Escamilla cantando.
Recuerdo ese segundo año quizás como el año del despertar, jamás del resurgir de las cenizas, pues todavía no fumaba; y la timidez y el ser corto de carácter, atributos que me identificaron durante mi primer año, se quedaron guardados para siempre en el recuerdo de las vacaciones de fin de año.
A partir del primer día de clases me convertí en un dolor de cabeza para el profesor Soler, quien trató infructuosamente de enmendarme en los restantes tres años de mi carrera, para el padre Hugo Estrada, que me tenía en la subdirección más veces de las que él deseaba y en el objetivo favorito del chicote plástico del padre Rossoni quien, sospecho, lo utilizaba con cierto placer sobre mis adoloridas piernas.
Fue así como aprendí a quitar las paletas de las ventanas laterales cercanas al púlpito para saltar hacia el pasillo, de igual manera me volví un experto en desmontar el vidrio de la puerta trasera de nuestra clase y así poder evadirme de las clases, ya fuera escapando por el campo rojo, escalar el muro y saltar hacia un callejón que desembocaba en la avenida Santa Cecilia, frente al colegio Jardín de las Rosas, que existía por ese tiempo en la esquina de dicho callejón. O, utilizando el soborno, escapar por la puerta que se ubicaba en la entrada lateral del colegio, pasando por Administración y el salón de teatro.
Muy a pesar de la dirección del colegio, aunque en adelante no fui un alumno sobresaliente, como Gaitán Marín, tampoco se me podía reprochar nada respecto a mis calificaciones, las cuales mantenía y mantuve hasta los últimos días bastante aceptables.
Los recuerdos se niegan a morir: Tercero C, Cuarto A, Quinto B, clave 43, clave 44, clave 45, parecieran ser sólo números y letras, pero encierran en ellos mismos el calor de la juventud bien vivida.
Ellos dibujan en el lienzo blanco de mi mente la leche chocolatada y el pan de yemas, desayuno mágico en una fría mañana, las filas para entrar a clases luego que Estrada Torcelli, con su proverbial estatura hiciera sonar la campana que acababa con el jolgorio de una chamusca en el campo de cemento, delicioso momento en que podíamos fabolear a los padres y catedráticos que se animaban a compartir con nosotros, o los veintiunos en las canastas solitarias que rodeaban aquel inmenso patio, donde, al final, siempre parábamos tomando una bola que no era la nuestra…
La nostalgia se desviste frente a mí y de la mano me lleva de vuelta a las misas en el gimnasio, cuando nuestros cuerpos temblaban de pavor con solo imaginarnos el papelón que haríamos pidiéndole a una chiquilla que nos acompañara, tomados de la mano, a recibir la sagrada eucaristía dentro de aquel monumental y gigantesco gimnasio en forma de pez, escenario también del Movimiento Juventud, una semana repleta de emociones entre concursos de oratoria, canto, danza, poesía, y teatro por la mañana y por la tarde el campo de batalla de inolvidables partidos de Basket, Volley y Hand ball entre los colegios privados e institutos nacionales invitados, todo amenizado por la Radio Don Bosco, que transmitía los éxitos musicales del momento.
Cuántos amores se fraguaron a escondidas en los graderíos, cuántos pleitos y refriegas se sucitaron por defender el honor de nuestro colegio, cuántas chencas de cigarrillos consumidas subrepticiamente aparecían al final de la jornada, cuántas risas juveniles se despeinaron con el viento de la alegría, cuántas moloteras se henchían de gozo y camaradería sin importar si se era lastimado no, lo que valía era la aceptación del grupo, el sentir que se tenían amigos más que compañeros.
Sin darme cuenta recorro el sendero que nos llevaba a la clase de mecanografía, la excusa perfecta para ir a molestar al mico que se entretenía brincando de rama en rama en el jardín trasero del colegio. Vuelvo a verme de nuevo, con la lengua de fuera, tratando de armar el proyecto nuevo en el salón de industriales o haciendo micos y pericos para que me saliera el ejercicio en la clase de Educación Física.
Otra vez aparecen ante mí el profesor Sczech, el padre Morales, la doñita de mecanografía, el profesor Curtis dándonos con su anillo de graduación en la cabeza, el Bolo, mentándonos la madre en Idioma Español, la señora de Inglés, el Mariachi, el profesor Pupo durmiéndonos en Sociales, el Pollo dibujándonos la música en la pizarra, Arriaza retando a los cremas y promoviendo sus cine fórums los sábados, los hermanos Lelo queriendo convertirnos en santos, Mario Castillo tapándonos todos los clavos, lo que le valió ser nuestro padrino de graduación, el Curro pervirtiéndonos en el Tinajón, aquella cafetería situada al cruzar la avenida Bolívar y contigua a una gasolinera ESSO, el profesor Paniagua metiéndonos la Plástica por todos lados, en el buen sentido de la palabra…
Tiempo ya ido que regresa en las manecillas del recuerdo hilvanando anécdotas de capiuzas con el Mico Archila para irnos a dar vueltas en la 5 Negro por cinco len, de los repasos en la casa de Pelo y los convivios con las patojas del Francés y las del IGA en la finca de los Abril.
Como podré deshacerme de las fugas por la tarde para ir a cantinear a las patojas del Juana de Arco, quienes durante el año del terremoto estuvieron alojadas en el edificio de primaria o de las aventuras en la camioneta Volkswagen de Maldonado, en la cual pasábamos más tiempo afuera de ella empujándola que adentro de pasajeros.
Y cuando el final llega ya, en las tardes de octubre, en medio de los juegos de la serie mundial, las libretas de notas, verdes, azules, rosadas, amarillas nos dejaban un mal o buen sabor de boca, según fuera el caso; en ese momento, las correrías, las carcajadas, las patanerías y los compadrazgos salían muy despacito por la veinte y seis calle, se arreglaban la chumpa azul con listelos amarillos, con la leyenda DON BOSCO escrita de manera estilizada en su reverso y le decían adiós a las aulas de ladrillos con intercomunicador, donde la voz de Benfatto repetía sin cesar- Hagan caso… Idiotas-, a los escritorios de paleta, desgastados en su barniz con tanto chivo escrito, a la librería de Don Lucro que se quedaba silenciosa por dos meses, a la tienda de Doña Mary y sus famosos bocados de reina, le daban la despedida al tesorero, aquel viejecillo de grandes gafas que tardaba dos días en hacer un recibo de pago y al secretario que indagaba sigilosamente quienes habían dejado retrasadas para apuntarlos en la lista.
Se acababan por un tiempo los robos de refacciones, las guerras de aviones, los intercambios de maletines y hasta las rencillas dándose la mano pa´ la salida…
Ahora regreso y escalo la cruz de metal y le sonrío al Sagrado Corazón que me mira con ternura, volteo la vista y emerge junto al Gimnasio aquel edificio viejo donde se asentó el Colegio Santa Cecilia y sin quererlo, me voy durmiendo otra vez en el confesionario, donde, por mis infantiles pecados debí rezar cientos de Padresnuestros y miles de Avesmarías impuestos por el padre Severino so pena de no salir de acólito el domingo…
ALFREDO CONTRERAS
AMILCAR SEGOVIA
CARLOS HUGO AVILA
DARIO RODERICO RIVERA
EDWIN VILLEGAS
ANGEL DIAZ GRANILLO
AXEL HERRERA
AXEL NAJERA
NEHEMIAS ROMERO
DIONES GARCIA SOTO
EDUARDO PANIAGUA
EDUARDO MENDEZ
EDWIN CASTILLO
EDWIN ARIAS
ENRIQUE COSSICH
ERICK RUANO
FERNANDO COSSICH
GUSTAVO INTERIANO
GUSTAVO PORRES CUESTA
HUGO COLLADO
LUIS DIAZ
JORGE DONIS Y JUAN ANTONIO GARCIA
JUAN MANUEL DOMINGUEZ
JULIO CESAR MALDONADO
JULIO FARNES
JULIO CUEVAS
ALFREDO CUEVAS
MARIO RIVERA
NERY OROZCO
RODOLFO CARDONA
RUBEN LOPEZ
WALTER FIGUEROA
JUAN MANUEL SOLIS
EDGAR ARMAS
JULIO HERRERA
RENE GARCÍA
ROBERTO AMBROSY